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Nativas/Foráneas. Un acuerdo entre simbiontes
Doctora en Arte y Ecosofía por la Universidad París 8 (París, Francia); Magíster en Artes Plásticas y Visuales de la Universidad Nacional (Bogotá, Colombia); y Licenciada en Bellas Artes de la Universidad del País Vasco (UPB) (Bilbao, España). Tiene también una formación en Ilustración Botánica en el Atelier de Peinture Botanique (Francia). Sus proyectos artísticos se encuentran siempre a la naturaleza. Su obra nace de una pregunta fundamental sobre la relación que los seres humanos establecemos con los seres vegetales, pregunta que forma parte de un problema mayor, la relación misma con el oikos (la casa). Todas sus publicaciones están disponibles en acceso libre en www.eulaliadevaldenebro.com
Hace quizás quince años quedó inscrita en mi ser la sentencia que hizo Michel Serres en 1990 cuando trató de llamar la atención sobre la relación que establecemos con los seres y fuerzas de la naturaleza. En un lenguaje de poeta jurista, nos dijo:
En efecto, la Tierra nos habla en términos de fuerzas, lazos, interacciones, y eso es suficiente para hacer un contrato. Así pues, cada uno de los miembros en simbiosis debe al otro, de hecho, la vida, so pena de muerte. (1991, p. 71)
Nativas/Foráneas fue el proyecto en el que asumí seriamente esta sentencia, desde entonces ya sabía que los bosques, los ríos, los páramos, las plantas, la tierra efectivamente sí nos hablan, solo es cuestión de disponerse a comprenderlos. Lo que esta sentencia significó para mi vida y mis prácticas artísticas fue asumirme como simbionte, abandonar a conciencia mi lugar de artista creadora, abandonar el antropocentrismo que caracteriza el ámbito del arte —y también el del derecho— para convertirme en una dispersora de semillas, una gestora para que la maraña del bosque andino tuviera también un lugar en medio de la ciudad que se lo ha arrebatado.
El proyecto empezó en 2010, consistió en entrar a un bosque altoandino, aquel que es propio de la altitud en la que está Bogotá (2600 m s. n. m.). Pasé días dibujando y observando su riquísima densidad, en donde cada árbol es un hospedero de cientos de plantas que se asocian a su estructura formando una maraña densa en la cual es muy difícil distinguir límites, pues todos los seres están mezclados, unidos por complejas relaciones. Fijé mi atención en las enredaderas y pasé mucho tiempo dibujándolas para entender de qué manera ocupaban todos los intersticios del bosque hasta hacerlo una maraña impenetrable. Empecé a imaginar una escultura viva que mostrara esa complejidad de relaciones y también la condición política de estas plantas, que cumplen la paradójica situación de ser NATIVAS, es decir, haberse adaptado a este lugar hace 10 000 millones de años cuando las montañas de los Andes se elevaron, y a la vez FORÁNEAS en la zona de Bogotá, porque son plantas que no hacen parte del imaginario cultural de los habitantes actuales de este territorio. La paradoja de ser a la vez nativas y foráneas es una consecuencia más de la estructura colonial que desprecia lo local, lo nativo[1]. Que desprecia lo propio de estas montañas, lo que no está directamente al servicio de lo humano.
Continué el proyecto transportado semillas, esquejes y plántulas del bosque altoandino a mi taller/jardín en la ciudad. Tras varios fracasos, logré establecer un vivero con unas 800 plantas de al menos 12 especies de enredaderas nativas. Transcurrieron cuatro años de una relación cotidiana y táctil con esos seres. Aprendí el lugar preferido de cada una, la velocidad con que estiraban sus zarcillos, el comportamiento de sus raíces, lo que les pasaba cuando florecían, la necesidad de agua, su tolerancia a la contaminación de la ciudad y la flexibilidad de sus ramas. Durante ese tiempo, expuse el proyecto en varias instituciones, mostrando todo el material de estudio y proyectando la escultura como una retícula metálica que replica el perfil de los Cerros Orientales, como una manera de hacer entrar el bosque de la montaña al entramado urbano. Finalmente, en 2014, la Universidad Jorge Tadeo Lozano compró el proyecto y empezamos a hacer el lugar para estos seres, también hicimos el contrato, en el que hay una cláusula que me parece relevante citar:
La contratista se compromete a vigilar la adaptación de las plantas en su lugar de siembra durante un año. La adaptación se refiere a que las plantas tengan sus ciclos vitales naturales.
A las plantas que logran vivir en la ciudad normalmente les toca adaptarse a las costumbres de la jardinería, que las formaliza según la moda, las controla, las “limpia” y no las deja completar sus ciclos y relaciones vitales. Con esta cláusula, pensé en protegerlas de esas prácticas bajo el concepto de escultura viva, pues ese estatus les permitiría tener a las plantas sus relaciones vitales y naturales: competir, secarse, morir y nacer, asociarse a diferentes simbiontes que traen nuevas semillas, enredarse entre sí sin ningún control formalizante, invadir por completo la estructura metálica que había diseñado y mostrar que es posible permitir que en la ciudad también haya este tipo de relaciones, que no está enfocado al criterio, al gusto o a las necesidades humanas, sino a la forma de vida de estos seres vegetales.
Pienso que este es el aporte reflexivo y sensible que puedo hacer desde mis prácticas artísticas al tema de los derechos de la naturaleza: creo que desde cualquier disciplina es urgente abandonar el lugar central que nos hemos otorgado en el entramado de relaciones vitales, asumir que los seres y fuerzas del planeta no son un recurso, y reconocer en cada uno de ellos su propia forma de vida. Para ello es importante conocer la complejidad de la vida de nuestro planeta rompiendo las fronteras epistémicas y ontológicas. Pienso que las prácticas artísticas tienen la virtud de haber perdido su carácter disciplinar, y que ello permite integrar diversas formas de conocimiento, y que además los productos sensibles que surgen de esas prácticas pueden llegar a tocar los afectos, y desde allí hacer aportes a la formación de una ética medioambiental. Promulgar leyes no forma una ética. Las leyes sobre los derechos de la naturaleza no tienen ningún sentido si seguimos considerando la naturaleza como un recurso que nos pertenece y no empezamos a entenderla como una red de relaciones simbióticas de la cual apenas somos unos miembros dependientes.
Serres, M. (1991). El contrato natural. Pre-textos.
[1] Felizmente esta tendencia se ha transformado con los años, cada vez es más común ver zonas verdes en la ciudad con especies nativas. Lo que poco no sucede son espacios urbanos con sus relaciones vitales naturales.
La relación entre los seres humanos y la naturaleza es uno de los temas centrales de debate y estudio para las ciencias sociales. La economía y el derecho, en particular, proveen el lenguaje y las formas que nombran, enmarcan, delimitan, dan y otorgan posibilidades a la naturaleza. Para la economía, y a manera de ilustración, los objetivos de modernización y crecimiento pasan por la clasificación y observación de plantas y especies con la meta de incrementar su producción, consumo y exportación. Desde esta perspectiva, el universo mineral, vegetal y animal está totalmente separado de los seres humanos e infinitamente disponible para su explotación. Por otra parte, el derecho provee las herramientas para su aprovechamiento por medio de conceptos como soberanía y propiedad privada, con sus exigencias de demarcación, fronteras y control sobre un territorio. En las dos disciplinas, el ser humano domina, decide, controla.
Sin embargo, hay otras maneras de entender esta interacción o la centralidad de los seres humanos. Menos en términos antagónicos y de violenta dominación, y más en términos de simbiosis, diálogo, dependencia y cuidado. La obra Nativas/Foráneas de la artista Eulalia de Valdenebro propone otra perspectiva al tejer y darles posibilidades a especies del bosque altoandino en medio de un ambiente urbano. Este encuentro entre naturaleza y mujer implica para Valdenebro: “Asumirme como simbionte, abandonar a conciencia mi lugar de artista creadora, abandonar el antropocentrismo que caracteriza el ámbito del arte —y también el del derecho—, para convertirme en una dispersora de semillas, una gestora para que la maraña del bosque andino tuviera también un lugar en medio de la ciudad que se lo ha arrebatado”. La escultura de vegetal y metal entrelazado ilustra nuestra inseparabilidad con el medio ambiente y la imposibilidad de dominarlo, dos lecciones fundamentales para el derecho y la economía. Al mismo tiempo, al incorporar las plantas como parte de la creación de la artista, la obra abre posibilidades para diseñar los derechos de la naturaleza, no ofrecidos por el Estado-nación a manera de favor o privilegio y más como fundacionales al Estado mismo.
Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales
Número 4 | septiembre-diciembre 2022
Los derechos de la naturaleza: diálogos entre el derecho y las artes
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