Los arrecifes de coral sangran al volverse blancos. En un principio llenos de color y de vida gracias a las algas microscópicas (zooxantelas), expulsan a sus vecinos tan pronto como el océano se calienta. Quienes antes alegremente se escabullían entre los vívidos colores del arrecife, las tortugas, los cangrejos, los camarones, las medusas, las aves marinas y las estrellas de mar, ahora pierden su capa protectora. Refugiados de un mundo en otro tiempo colorido, miran ahora con tristeza los rígidos pilares blancos, transformados de hogares a mausoleos.
¿Quién puede ayudarnos a entender cómo la naturaleza se comunica con nosotros? ¿Quién puede oírla llorar? ¿Qué podría significar escuchar —activamente, con los ojos brillantes y los oídos atentos— a la naturaleza que nos insta a cuidar nuestra casa común? Una posibilidad es transformar, de la misma manera en que una abeja transforma: toma el néctar de las flores, en los campos de color, y lo convierte en miel. Los poetas, como las abejas, roban artefactos antiguos y los rehacen en otros nuevos. Virgilio se aventura a bajar, una vez más, como el Odiseo de Homero, a las profundidades del hades, para encontrarse con su padre. Dante y Joyce se revuelcan en sus tumbas.
El arte también transforma: imitando a la naturaleza, crea otro mundo. El arte nos pone un espejo frente al que podemos detenernos y dudar, para vernos de otra forma, gloriosamente involucrados. En el momento en el que busquemos desterrar las artes, como sacerdotes platónicos, vestidos con túnicas blancas, guantes blancos, desconcertados ante campos de triángulos perfectos e inmutables, dejamos el mundo atrás. Lejos de ser almas que trasciendan los cuerpos, nos convertimos en fantasmas en nuestros propios hogares.
Las flores de la retórica. Los colores de la retórica. Colorear, en la tradición retórica, invita a la audiencia a cambiar su perspectiva y, al mismo tiempo, su juicio de las acciones de una persona. Una persona no es sabia, sino simplemente inteligente; no es valiente, sino más bien imprudente. Un cambio en el color cambia el juicio. El retórico —el poeta, el artista— es un mercader de colores, un pintor de valores.
El derecho solo puede seguir al arte: es este el que da color y transforma nuestro juicio. El color crea la emoción que lleva al veredicto: sí, somos responsables. Somos culpables. Estamos destruyendo nuestro propio hogar. Estamos borrando el color del mundo. Estamos volviendo todo blanco. Hemos olvidado cómo ser abejas: cómo transformar la vida en vida. Solo el arte —frágil y expectante, fácilmente pasado por alto, considerado superfluo, frívolo, apenas un adorno opcional, una floritura retórica—, solo el arte tiene el poder de ayudarnos a juzgarnos a nosotros mismos.
* Departamento de Derecho, Queen Mary University of London (Reino Unido).