Los derechos de la naturaleza: diálogos entre el derecho y las artes
Artista invitado

Diego Samper

Diego Samper (1954) es un artista y diseñador que se interesa por los diálogos entre la biología, la antropología, la historia natural y las culturas indígenas; su obra es un diálogo con el mundo natural. Ha explorado la fotografía, cinematografía, el sonido ambiental y la música, la pintura y el dibujo, instalaciones escultóricas y el diseño arquitectónico. En 2009 inicia con Marlen Escobar el proyecto Calanoa, una reserva natural y propuesta de conservación cultural y biológica de la selva lluviosa tropical.
diegosamper7@gmail.com


El cielo y la serpiente


Sinfonía salvaje


Sobre el paisaje

La substancia de un paisaje es el diálogo entre sus elementos: agua, tierra, sonido, creaturas, cielo y luz.

En su dimensión más abstracta, la gramática del paisaje —un sentido de lugar en términos de forma, estructura, espacio y relaciones— nos permite explorar los patrones universales del fluir natural y de cómo sus elementos se modifican permanentemente unos a otros. Es en la exploración de la substancia y lenguaje de lo natural y en la mirada asombrada del mundo donde descubrimos la poética de las cosas, cuando se devela la dimensión de lo mágico, que no es otra cosa que las manifestaciones del espíritu que permea el mundo.

Somos hijos de la tierra, somos hijos del agua, somos hijos del tiempo, al igual que todos los seres vivientes que conforman el tejido de vida que cubre el planeta como una piel muy delgada sobre esta esfera de roca, agua y fuego que gira sin cesar por el espacio infinito.

En un proceso continuo de metamorfosis, esta piel ha transformado el planeta y palpita y respira como un solo organismo.

Las sociedades tribales y los pueblos antiguos, a diferencia de nuestra sociedad contemporánea, reconocen esta conexión original de la humanidad con la tierra y con la vida.

Donde nosotros vemos fragmentos aislados, ellos ven unidad.

Donde ellos pertenecen, nosotros poseemos.

Donde nosotros vemos recursos naturales y oportunidades económicas, ellos ven la madre de las creaturas, las montañas y los ríos.

Donde nosotros vemos un territorio sin alma y fronteras políticas, ellos ven un solo paisaje vivo y un espíritu que habita y enlaza las cosas.

El paisaje, para los pueblos tradicionales del Amazonas, es fuente de historias. Relatos míticos que cuentan la creación del mundo, cantos e invocaciones que se escuchan en la noche en las malocas, un solo techo que cobija toda la comunidad. Contar historias ha sido la forma más antigua de inscribir una cartografía del territorio, del conocimiento, de las ideas y las aventuras.

Desde niño quería ser explorador y vivir una gran aventura. Quería vivir en la selva.

Entré a la región del Vaupés, en la Amazonia colombiana, cuando tenía 19 años. Fue un viaje iniciático y el comienzo de mi camino como artista, y la totalidad de mi obra, que la veo como un solo proyecto artístico, no es sino la búsqueda y el entendimiento de la poética natural, de las resonancias y correspondencias que tejen el mundo y la vida. Es el arte como forma de conocimiento.

Los ríos son el pulso del paisaje, conectan los territorios e irrigan la vida. Los ríos son maestros silenciosos que enseñan una lección profunda: enseñan del tiempo, del dejar fluir, del abrirse al asombro y a las sorpresas que presenta el viaje por el existir.

A orillas del río Apaporis y lejos de cualquier asentamiento, viví por dos años solo, con lo mínimo necesario. Un ejercicio de la vida sencilla. No tenía libros ni radio. Aislado del mundo, pasaba los días y las noches contemplando el agua y la selva. La intención era vivir una inmersión total en el paisaje, sin distracciones ni intermediarios. Solo los sentidos.

Una experiencia contemplativa que buscaba la expansión de la percepción, en el aquí y el ahora.

Percepción y conocimiento más allá de la palabra: desde el silencio, apreciar el mundo a través de los sentidos.

El resultado fue el encuentro con lo salvaje, un estado existencial en el que mi cuerpo y mi conciencia palpitaban con la selva inmensa y el río que me rodeaba.

Tengo la selva adentro. Toda mi obra surge de ella. Dibujos, fotografías, pinturas, sonidos y músicas que son parte de una obra mayor. Más que representaciones de la naturaleza, son formas que van creciendo como ella y se funden entre sí para crear paisajes para la imaginación. Mi práctica del arte, en la factura de la forma y la imagen, del sonido o la palabra, es ante todo un interrogante continuo del sentido de estar vivo.

Habitar el paisaje, vivir en él y con él. Esto es lo que nos llevó, a mi esposa Marlene y a mí, a concebir Calanoa, un proyecto de conservación en el Amazonas, laboratorio de arte y diseño, de gastronomía y paisajismo, de arquitectura sostenible para el trópico húmedo.

De años de escuchar profundo los paisajes han surgido varios proyectos sonoros: Voces de la Tierra (1999), un disco compacto con libro acompañante sobre la poética de los paisajes sonoros de los territorios salvajes del norte de Suramérica; Canto amazónico (2014), un tejido continuo, por 4 horas 50 minutos, de paisajes sonoros y voces indígenas en siete lenguas diferentes; y Sinfonía salvaje (2022), una película que surge de una experiencia musical de creación colectiva, grabada en Calanoa, donde músicos profesionales y cantadores indígenas responden al canto de la vida en el corazón de la selva.

Creo en el poder de la imaginación. Creo que hay que imaginar un mundo posible y hacer hasta lo imposible para que sea realidad, un mundo que esté basado en la economía de lo necesario, no del exceso y lo superfluo.

Un mundo basado en una ética que valore y respete al otro, y respete otras formas de vida, donde los derechos humanos estén a la par con los derechos de la naturaleza.

Insisto en la importancia fundamental de recuperar la pertenencia a un paisaje, a una geografía específica e inmediata, a una historia, la historia natural y la de los pueblos. Reconocer de dónde venimos.

Debemos recuperar un sentido de lugar, una conexión y resonancia con la geografía y las creaturas.

Y explorar desde lo sensorial nuestra animalidad, para conectarnos con lo salvaje.

Es el arraigo, el paisaje como espacio existencial, como la geografía de la memoria, como la geografía de lo que somos.

Los kogis de la Sierra Nevada de Santa Marta ven el paisaje a través de Aluna, el camino de la madre. El concepto refiere al espíritu, la vida, el pensamiento, la memoria. Una visión de la unidad con el mundo natural, Aluna es el peregrinaje permanente al útero de la madre, al origen de la vida. Aluna es el saber que somos el bosque y la lluvia, el ave y el viento, la ola y el mar.

Calanoa (Amazonas), marzo de 2022


Naturaleza y Sociedad. Desafíos Medioambientales
Número 4 | septiembre-diciembre 2022
Los derechos de la naturaleza: diálogos entre el derecho y las artes



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